Estatua de Benito Pérez Galdós en el parque de El Buen Retiro de Madrid

Estatua de Benito Pérez Galdós en el parque de El Buen Retiro de Madrid

Los lunes, libro

Benito y Ramón, dos grandes de las Letras

Recuerdos de infancia cuando comenzábamos a aprender a leer. En la puerta de El Buen Retiro donde acaba la Cuesta de Moyano, corríamos pendiente arriba hasta la plaza del Ángel Caído. Por entonces era una estatua grande de un señor enfadado. Una marabunta de niños nos reconocíamos en aquella luciferina plaza. Nuestras madres se saludaban también y continuaban el paseo tranquilas hasta el recoleto jardín donde sedente estaba un señor blanco. Durante los largos veranos era un sitio cobijado por castaños de Indias y enormes pinos que proyectaban agradecidas sombras.
Para nosotros, niños, aquella plaza era nuestro fortín. La guerra se libraba lanzando castañas pilongas y piñas contra el enemigo. Ganaba quien coronaba la cabeza del monumento. El invicto conseguía trepar y sentarse a lomos de los hombros del escritor ya sin munición y con las manos libres para trepar. En el basamento de la escultura a modo de primer peldaño a salvar, comenzamos a saber leer: “Gal-dós”.
Entre la cuadrilla de niños había uno con nombre del escritor de los “Episodios Nacionales”, Benito; y otro con el nombre del guarda del parque, Ramón. Tenía que reprendernos cuando guardábamos nuestra munición entre los ejemplares impolutos que ofrecía la pequeña biblioteca cercana. Una especie de quiosco de ladrillo a modo de hornacina que custodiaba Ramón, el guarda de chaqueta de pana y cinturón de cuero en bandolera.
Benito y Ramón crecieron. Paseaban por Moyano de otra forma, buscando a Antonin Artaud, a Villiers de L’isle Adams o a Michel Foucault. Libros de saldo, de segunda mano, manoseados. Ya sabían quién era Belcebú. También supieron que la estatua donde se encaramaban fue financiada por suscripción popular -protohistoria del crowdfunding. Y que a Benito le llamó Don Ramón, el garbancero. Y cómo perdió un brazo este último en un forcejeo.
Benito, el garbancero, consiguió trabajar como administrativo en una caja de ahorros, y sobrevivir entre letras y preferentes. Ramón, el manco, fue librero.